Cuando caminaba
por un camino olvidado por Dios, oí las campanas de la verdad. Y no sólo era
una, eran muchas campanas, tantas como personas en esta Tierra.
Luego, por mucho
tiempo fui sordo, por el sonido de las campanas, caminé sin oír ni el aullido
del lobo, ni el graznido de las gaviotas.
Hasta que en un
camino me detuve en una caseta, un lugar de refugio para los cansados pies del
viajero, y cerré los ojos. En la oscuridad de los recuerdos, vi mis viajes y a
mí mismo antes de dar el primer paso, y oí nuevamente.
Recordé como era
el sonido de los pasos en la tierra, el aleteo de los insectos, y como sonaban
las palabras en la boca de la gente.
Oí el eco de la
voz de mi padre y mi madre, y lloré, porque antes, cuando podía oír todo, su
voz no pasaba por mis oídos, pero ahora, que no podía oír nada, su cálida y
cariñosa voz, era lo único que confortaba mi corazón.
Luego volví a
oír, oía el recuerdo de las cosas, pero en cada sonido, se escuchaban también
las campanas de las verdades, que hacían que todo sonara diferente.
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