Qué pequeñas son las cosas desde aquí. El balance, perfecto;
El viento, constante; las nubes, hermosas. Este es el silencio del rey de estos
montes. Mi corona roja, mi collar blanco. Distinguido, heraldo, tétrico. Soy el
hijo de la muerte. Su embajador y escribano. Los cadáveres proveen la tinta, y con mi ser escribo sobre la muerte. Esa a la que persigo, esa a la que atraigo.
Ostento un brillante traje hecho a la medida, como el que visten a los
fallecidos. Mis largas plumas me permiten seguir a mi señora muerte.
“La sangre corre por mi cuello”. Qué bello recuerdo. Mi
estómago ruge. Es la llamada, la muerte me espera. Qué pequeñas son las cosas
desde aquí. Arriba. El frío no me compete, es mi aliado, trae la muerte con él.
Allá. Comienza el baile, tiento al destino a pelear con la
suerte. Con el baile reclamo lo que es mío. Lo que otros hicieron por mí, mis
sirvientes, los esclavos del rey de los Andes.
Desciendo en un espiral hipnótico, bailo con la brisa, beso
el frío rostro del canal con la eternidad oscura. Adoren mi umbra, oscura sombra de mi señora
muerte, más oscura que el cielo ausente de sol.
Satisfecho, mis manos toman el aire y me elevan, hasta lo
alto nuevamente, donde todo es mío, pero nada es mío. Donde reino tierras que
no me pertenecen, luzco una corona que no es mía. Soy tan dueño de los cielos,
como lo es el viento entre las quebradas
solitarias de la cordillera.
Todo, nada; Muerte, vida.
Qué pequeñas son las cosas desde aquí. El balance, perfecto;
El viento, constante; las nubes, hermosas.
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