La lluvia y el viento aclaran el panorama, limpian el alma y oídos, mostrando la verdad de las cosas. La ciudad tiene una voz muy clara bajo el gris cielo del sur. Su voz grita entre las calles y edificios. Cascarones de asfalto y cemento adornan su existir, dándole la fría forma que vemos cuando cruzamos las esquinas, y avanzamos por nuestros destinos. Avanzamos viendo rostros extraños, desconocidos, pero a la vez familiares, los rostros de nuestros hermanos. Todos hijos de la misma ciudad, hijos de este edén artificial. Ellos no pueden escuchar el clamor de su madre, que los llama, los ordena, los ama. Ellos no prestan atención a su cálida voz, son despistados por las bocinas de los autos, los taladros, las conversaciones, los alaridos, los motores y sus propias ideas. Claro, ellos no saben que la ciudad está viva, no saben que extiende sus brazos sobre la tierra, jalando, estirándose, creciendo, adoptando y pariendo nuevos hijos. ¿Acaso no puedes escucharla, entre las gotas de lluvia, y la suciedad que brota de nuestras jaulas de concreto?
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